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ISABEL MARÍA HERNÁNDEZ RODRÍGIEZ: MEDALLA DE PLATA DEL PRIMER CONCURSO DE RELATOS "LAS CENIZAS DE W.




Irina viaja en la niebla Nada le hacía presagiar aquella tarde, primer viernes de marzo, que su vida iba a dar ese giro tan esencial que la dejaría marcada para el resto de su existencia. Aún hoy se pregunta por aquel poema gozoso que escribía para él y que, de manera inexplicable se borró, al observarlo cuando se levantaba del asiento frente al televisor, de su sillón equipado con sus cojines para acomodarse lo mejor posible, y pasaba por delante de su hija Irina, para estirar las piernas, decía, cada cierto tiempo. Irina lo miraba como con pena de verlo ya tan longevo, pero a la vez tan perfecto de mente y daba gracias de poder disfrutarlo durante tanto tiempo. Deseaba lo mejor para él y lo pedía con fervor a sus dioses para que nada malo le ocurriera, porque así mayor y todo, necesitaba verlo sentado en su rincón opinando con la pantalla cuando veía algo que no le gustaba. Al lado de Manuel, en la otra esquina lo acompañaba Magnolia, un poco más joven presumía ella, aunque su hija la observaba como más torpe en los movimientos, pero también hacía su papel fundamental para Irina que, deseaba que estuvieran eternamente. No sabía aún, que la pandemia se extendía por Europa y que había llegado a España, como no podía ser de otra manera, pero todavía los casos eran aislados y como siempre pasa, creía que esas cosas de los virus, las infecciones y las muertes, les pasaban a otros, a los demás, no a ella ni a sus seres queridos.

Irina adoraba a sus padres y todas las tardes los acompañaba unas horas para controlar la situación de que todo estaba en orden. Aprovechaba el tiempo en la casa para escribir alguna poesía o un microrrelato, se sentía inspirada ante tanto tiempo de vida de aquellos seres que tanto quería. Se imbuía en el papel relatando historias con solo mirarlos. Manuel alguna tarde le contaba alguna aventura de su juventud, que, más de una vez era repetida, pero Irina se hacía como que era la primera vez que se la contaba para que él se sintiera contento, salvo cuando saltaba Magnolia y le decía —otra vez con lo mismo, si lo has contado cien veces, y él recalcaba esta no, era otra. Irina se reía con los dos y les dejaba que ellos se entendieran; ella seguía escribiendo y contando sus proezas.

Manuel le relataba muy a menudo, con sentimiento como si fuera la primera vez, la historia de su hermanita, de cuando con diez años que tenía él y ocho la hermana, esta se resbaló y cayó al río y no pudo ayudarla a salir, no consiguió rescatarla. La corriente del río se la llevó, y tuvo que ir a decirle a su madre que su hermana se había ahogado. Siempre que se lo contaba se le aguaban los ojos y brotaban lágrimas sinceras por sus mejillas lisas, sin arrugas, pese a los años. Es una pena que él siempre llevaba en el alma guardada y el contarlo era como liberarse un poco de aquel dolor macerado por el tiempo, pero latente como si le quemara en su pecho. Su madre no pudo recuperarse de aquella tragedia y él siempre lo recordaba al final del cuento, como un lamento hacia su madre. Magnolia cuando lo oía contar lo de su hermana no lo interrumpía y lo dejaba que se desahogara con su hija, y le repitiera el cuento una vez más. Irina no sabía que esa sería la última vez que se lo contaría.

La pandemia avanzaba y se anunciaba el confinamiento, Irina no podía creer que no podría ir a ver a sus padres, eso era impensable para ella ¿cómo se lo iban a impedir?, y tanto que sí. Vivía a seis kilómetros de casa de sus padres y aunque tranquila, porque ellos estaban bien, aunque con sus achaques, pero atendidos y acompañados de dos de sus hermanos, no quería entender que no pudiera estar cada día con ellos. Y, llegó el confinamiento obligatorio y no podía salir de su casa. Lo tuvo que vivir en solitario acompañada de las redes sociales para comunicarse e interesarse por ellos. Aguantaron el primero y el segundo confinamiento, y todas las tardes salían al balcón a los aplausos solidarios con los servicios sanitarios y esenciales. El tercer confinamiento fue el más difícil de superar. Irina desesperada, porque su padre comenzó con dificultad respiratoria y sabía que, era complicado por su edad y su patología vascular, pero uno de sus hermanos lo llevó al doctor que desde que lo auscultó indicó ingreso hospitalario para control con oxígeno y medicación. El otro hermano quedó al cuidado de su madre. El hermano de Irina no pudo entrar a urgencias hospitalarias y una vez informado por el médico, de que su padre quedaba ingresado, para tratamiento, regresó a su casa. A las tres horas avisaron que su padre había fallecido. Irina se enteró del fallecimiento de su padre por un mensaje en el celular, sus ojos se nublaron, su sonrisa se apagó y su cuerpo se marchitó como una pasa seca de la que, aún no se ha recuperado. Sola en su casa, miraba la niebla que se adentraba en la tarde triste y deseaba penetrar en ella para abrazar a Manuel o irse con él y seguir oyendo sus historias, no importaba las veces que se las repitiera. Ella, no podía estar confinada, y su padre muerto en la clínica, esperando resultado del Covid-19, para ver si alguno de sus hermanos podía ir al entierro, era demasiado cruel. Como el resultado fue negativo, pudieron ir dos hijos al crematorio, para reconocer el cuerpo. Irina seguía encerrada en su casa, sin poder acompañar a su madre y a sus hermanos, sola, en la fría tarde de la tercera semana de abril; sin el abrazo de consuelo de algún ser querido que aplacara su dolor, y, su padre en manos ajenas. Le parecía que vivía un cuento de terror y deseaba despertar.

Irina, además de escritora era enfermera jubilada, y el dolor se acentuó al recordar los años de hospital en los que cuidó a tantos pacientes y ayudó a morir a tantas personas, y, la pena que sentía era doliente y honda, imposible de explicar. No había podido hacer nada por su padre, ni cuidarlo, ni despedirlo ni velarlo. No pudo acompañar a los suyos para cerrar la herida de la pérdida. Irina le dijo un día de marzo “hasta mañana papá”, y ya no pudo tocarlo más. El dolor de Irina es peor que el de la muerte en sí misma; el llanto brota espontáneo a veces, sin control, la tristeza va y viene y una mezcla de sinsabores se ha instalado en su interior y la ha sumido en la lucha por vislumbrar un atisbo de esperanza. La pandemia de manera colateral se llevó a su padre, y la dejó enfrascada en el desconsuelo. Se solidariza con todos los familiares que han perdido un ser querido en esta pandemia, en todo el mundo, y desea con anhelos infinitos que, más pronto que tarde, reciban la noticia de la ansiada vacuna que pueda mermar las infecciones y libere al mundo del temido virus. Irina desearía que su mal no tuviera que pasarlo nadie más. A veces cree fusionarse con su padre entre las sombras de la niebla en la tarde gris.

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