Malditos billetes.
Sus años en la carrera de Medicina le abrieron los ojos. Salvo por una planta y alguna que otra excepción, afirmaba que todas las palabras que llevaran el sufijo ismo representan un virus. En la facultad aprendió que la sanidad no tiene nada que ver con la medicina y renunció a continuar con aquella falacia. También aprendió que de su accidentado nacimiento había adquirido el síndrome de Savant. (una peculiar patología en la que las personas con discapacidad en su desarrollo, lesiones o enfermedades cerebrales presentan «islas» espectaculares de habilidades de forma extraordinaria, creando una discordancia entre la discapacidad y la «superhabilidad».) Sus familiares recordaban con humor esa deformidad en el cráneo ―parecía que tenía un huevo en lugar de cabeza, ja― Pero el paso del tiempo lo había transformado en un pequeño prodigio y le devolvió las medidas estandarizadas a su sesera.
Dada su condición o padecimiento, le resultaba casi imposible tener una adaptación activa al medio que lo rodeaba. Su familia se esforzaba en explicarle la importancia de este fenómeno cultural, pero, a pesar de su escasa edad, él encontraba una lógica irrefutable para no caer en la «trampa» de la humanidad. Cuestionaba los hechos con argumentos: «¿Matar está mal? ¿Por qué los soldados reciben medallas? ¿Qué tiene de gravedad la gravitación?». Creció tan rápido que su familia no pudo más que soportar el hecho de tener que vivir con un genio en la familia.
Al llegar a su adultez, había adquirido el mal hábito de la filogenia. Esta satisfacción que conseguía en compañía de mujeres (aunque algunas de ellas no fueran heterosexuales) se le daba muy bien; su simpatía, carisma y elocuencia conseguían que las más cotizadas hembras de su especie se entregaran a sus encantos intelectuales. De todas formas, tenía sus condiciones: estaban exceptuadas las mujeres que se pintaran las uñas de los pies y las que usaran protectores femeninos perfumados.
Supe que en una época intentó seguir tradiciones y parecer normal. Pero no pudo adorar dioses, consumir propagandas o publicidades ni escuchar hablar a la gente. Se le hacía imposible llamar por teléfono o usar paños menores. Ninguna de esas modas que surgían a cada momento fueron merecedoras de su ejercicio. Así fue como fracasó y, de inmediato, decidió renunciar a su condición.
Mientras escuchaba sus silencios, una amarga botella compartía su soledad y, en ese último y absurdo trago, se decidió a cambiar las cosas.
En su intento por poder comunicarse con alguien, se propuso utilizar un método fácil de comprender para todos aquellos que no tuvieron un intelecto tan desarrollado como el suyo. Afirmaba que todo tipo de información que durara más de dos minutos podía ser perjudicial para la humanidad, entonces debía ajustarse, rebajarse (a su pesar), para llegar ser comprendido.
Utilizó distintos métodos para su comunicación: consiguió trabajo como redactor de manual de instrucciones en los que redactaba el funcionamiento de distintos aparatos, mientras lanzaba una duda existencial, algo así como, por ejemplo:
1- Presione el botón de encendido.
2- Observe cómo se abre la rosa al llegar la primavera.
3- Accione la palanca hacia abajo.
4- Recuerde su primer amor.
5-Disfrute su nuevo dispositivo con su familia.
A los industriales no les interesó distraer la atención de sus usuarios y, sin dudar un segundo, se deshicieron de él, pero encontró otro modo: fue contratado como redactor para el menú de un importante local gastronómico. Un comensal podía encontrar un: delicioso conejo tiernizado, arrebatado por el hombre con el fin de dejar con hambre al tigre para que, luego, ataque a los humanos y así justificar la caza indiscriminada de tigres, al verdeo.
Al parecer, la gastronomía no le funcionó muy bien, pero él no quiso darse por vencido. Entendió que la información que estaba proporcionando era muy extensa y pronto encontró otra forma de comunicación. Escribió versos en los que se leía:
Intenté besarte cogotuda,
acariciar tu alma,
tocarte con mi mano desnuda.
Maldita mariposa en mi palma.
Nadie entendía sus mensajes, pero la crítica lo llamó «poeta maldito». Desde entonces vende muchos libros que nadie entiende, pero que todos disfrutan. Mientras tanto, en el rincón más oscuro de su soledad, se escucha su llanto desconsolado. Continúa marginado de la humanidad y lamentando su condición, a la vez que llena de lágrimas los billetes con los que limpia sus desdichadas mejillas.
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