La noche de la máquina
Yuri salió a mirar las trampas. Apenas tenía contacto con la gente desde que abandonó el Ejército Rojo. Pensó en aquellas dos palabras: ejército y rojo. El ejército le había proporcionado una forma de vida, de subsistir, sería la mejor manera de describirlo. Volaron los recuerdos de su infancia hasta su presente de trampero en la tundra siberiana. Su primer recuerdo vital constituía una sensación de semioscuridad, olor a cloaca y a gasolina y la visión de las caras hambrientas y sucias de los habitantes de las alcantarillas de Moscú. La idea de la paternidad no era algo que se fomentase en aquellos círculos. Vivir cada momento era suficiente y vender cara la piel si se presentaba la oportunidad. Tenía apenas cuatro años en ese recuerdo y no sabía cuáles eran sus orígenes, nada podía preguntar a las otras ratas, pues nada le importaba a nadie en el laberinto, donde reinaba, sí, reinaba, el nuevo Chikatilo: “El Satán de las Alcantarillas”.
Papá Andréi, como lo llamaban los más pequeños, criaba a los niños que extraía de los suburbios de Moscú, por las buenas o por las malas. Robaba los niños al descuido, hasta que el temor de las madres se extendió y empezaron a salir a la calle en manadas; aquella era la única defensa que encontraron. La policía no intervenía desde hacía tiempo en esos asuntos: internos, decían. A los chinos les importaba muy poco las desgracias de la población nativa.
Los niños robados eran llevados al Laberinto de Satán, y allí se los mantenía con vida hasta que, o bien resultaban tener algún talento de provecho para la mafia o se los engordaba para servir como comida. El instinto de supervivencia de Yuri resultó ser formidable. Pronto intuyó que si no quería acabar en el plato de otros, debía ser despiadado. Así comenzó su carrera de asesino. Aprendió todas las técnicas y tácticas del oficio y las empleó durante cuarenta años en beneficio del Ejército Rojo Chino con sede en Moscú.
Fue una sorpresa hasta para sí mismo el día en que, al ir a recibir las nuevas instrucciones del coronel Popcov, sin el más mínimo rastro de duda o titubeo, agarró aquella antigualla punzante, el abrecartas que tenía el coronel de un conjunto de escritorio —probablemente robado a algún gerifalte caído en desgracia—, y se lo clavó en el cerebro a través de su ojo izquierdo. Salió del despacho con la sonrisa más alegre que recordaba haber tenido en su negra vida y le dedicó una carantoña a la secretaria al darle los buenos días.
Se fue y nunca volvió.
Tampoco lo encontraron. En aquellos días de armas biológicas, electricidad sin cableado y control mental inducido mediante cañones de microondas, Yuri supo esquivar todas las celadas. Empezó por comprar una huella holográfica falsa. Pero, como con todo en aquellos días, apenas salía una forma de sortear el control supraestatal, aparecía una manera de neutralizarla. No obstante, le sirvió para huir de la ciudad e ir hacia el noreste. Sabedor como era de que los tejidos técnicos que se usaban desde hacía lustros para fabricar la ropa leían las más recónditas intimidades del ADN, Yuri recurrió a una forma de camuflaje olvidada por las grandes corporaciones: las pieles de animales; para cada solución, un problema.
En el vado del río encontró huellas humanas.
Siguió las huellas hasta encontrar un rastro de sangre. Una línea roja y delgada que terminaba en un conjunto de hilos azules, verdosos y translúcidos rematados en un circuito impreso globular, aparentemente arrancado de algún huésped orgánico..., del hombre o de la mujer a quien pertenecían las huellas. El rastro acababa entre un arbusto de hoja de diamante y un sauce ártico. Era un varón y estaba desparramado bocarriba. Se acercó con el manojo de hilos en la mano y se agachó para comprobar si todavía respiraba, si es que lo había hecho alguna vez. Encadenó estos pensamientos al percibir que podría tratarse de una máquina, una de esas indistinguibles de los hombres a las que tanto temía el régimen comunista.
Al acercar su mano a la muñeca escuchó una voz que salía por encima de su plexo solar: «Tira esa mierda al río». El hombre no había movido ni un músculo y, sin embargo, no había ninguna duda de la procedencia de aquellas palabras. El instinto de conservación de Yuri no le advirtió de ningún peligro, lo que no impidió que hiciese un reconocimiento del terreno por los alrededores. Tendría que cambiar de ubicación su campamento, no obstante. Volvió al vado con una carga de leña; se arriesgaría a hacer un fuego. Interrogaría a aquel no muerto.
Anocheció.
Hablaron durante toda la noche. El hombre dijo llamarse Grigori, Grisha para sus amigos, que podía llamarlo así si quería. Le contó su historia personal, todo lo que recordaba: que había sido creado en uno de los laboratorios subterráneos rusos durante la Guerra de la Globalización a mediados del siglo XXI. Que los rusos habían conseguido sintetizar al hombre y a la máquina en cuerpos meta-biológicos a los que fueron capaces de agregar una conciencia. De hecho, se podría decir que crearon vida, y que eso mismo les había hecho morir de éxito. Las otras potencias en ese campo por aquel entonces: Estados Unidos y China, entraron en guerra con Rusia para conseguir la tecnología.
La Guerra de la Globalización discurrió en las sombras. La gente nada sabía con seguridad, aunque más de uno pudiera intuir algo y diese la voz de alarma en el Internet alternativo. La avalancha de información y divertimentos bloqueaba las mentes de las personas, que actuaban como autómatas: nacer, crecer, reproducirse, trabajar, consumir, envejecer, enfermar y morir; eso era todo, prácticamente. No había tiempo ni ganas para el pensamiento libre.
Le contó que un grupúsculo de neo-máquinas había logrado reproducirse. Que en los laboratorios les habían quitado a sus hijos para experimentar con la segunda generación. Le dijo que, de quererlo, los nuevos seres máquina podrían tener una vida extremadamente larga y productiva, ya que no carecían del atributo creativo y artístico de la imaginación y que, si no eran descontinuados, podrían vivir cientos, incluso miles de años, lo que permitiría a la humanidad conquistar el espacio; el sueño tan largamente acariciado.
Amanecía.
Grisha le contó que había ido a ese remoto lugar a buscarlo. Debía saber, le dijo, que él mismo se había arrancado el complejo neural de la columna, que ya no le hacía falta. Que solo quería encontrar a otro ser igual a él para contarle que: si bien es un importante avance para la humanidad el vivir mucho tiempo sin enfermedades y sin temer a la muerte —justo cuando se llega a la madurez vital y cognitiva—, había una cosa que se había eludido en la construcción del nuevo hombre: el corazón.
—Yo te hablo desde el corazón —dijo Grisha—. He venido a buscarte; de mí no te puedes esconder. Tenías que saber todo esto. Mi energía vital se agotará pronto y por eso te lo diré ahora: Yo soy tu padre.
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