El puente del Alma
Se encontraban cada noche en las escaleras del puente del Alma para ver la corriente del Sena, decían, pero lo cierto era que Julio la miraba distinto a como ella estaba acostumbrada y, eso la hacía sentir dichosa y le erizaba la piel. Cuando Gladys concluía su trabajo en el bar de copas lo esperaba ansiosa por si venía, se conformaba con verlo y contemplar sus ojos color miel de alguna mirada esquiva. Gladis llegaba primero y temblaba de miedo por si no aparecía, porque ella se consideraba inferior y no se lo contaba a nadie por su amor propio, pero no era tonta, y notaba que él era más distinguido. El puente lo mandó construir Napoleón y, era famoso y conocido en todo el mundo porque en 1997 a la altura de ese puente ocurrió el trágico accidente que se llevó la vida de Diana de Gales, entre otros, le contó Julio días más tarde de conocerse.
No tenían cita acordada ni relación alguna, simplemente se conocieron por casualidad cuando Gladys alongada en la barandilla pensaba en tirarse al río y, Julio que en ese momento pasaba por allí, la sujetó, solo fue eso, y después ella le explicó que no rumiaba tirarse, que tenía que cuidar a su hijo que era deficiente y no podía abandonarlo, pero él no la creyó. Estuvieron largo rato hablando y se contaron historias de sus vidas sin venir a cuento, pero les sirvió para seguir viéndose. Julio no faltaba a la hora que calculaba que Gladys saldría del bar, no salía siempre a la misma hora, a veces había que esperar más tiempo; el encargado del bar la explotaba y le pagaba una miseria, pero no le quedaba más remedio que aguantar para mantener a su hijo porque no recibía ninguna ayuda, tampoco la había pedido, no sabía cómo hacerlo, y por ello aguantaba todo lo que le pasaba. El puente del Alma le pillaba de paso hacia su casa, si se puede llamar casa el cuchitril donde vivía, y esa media hora que descansaba mirando el leve movimiento del agua la evadía de las diversas contrariedades y miserias que rodeaban su vida y, le daba un poco de paz. Julio la admiraba con vehemencia, y la pensaba a todas horas, la veía guapa, con su melena negra azabache, lacia, hasta media espalda y, esos ojos brunos como la noche sin luna que atraparon los suyos desde que los miró, como dos flechas que se le clavaban en el cerebro y lo embobaba; su boca carnosa cuando le sonrió con sus labios carmesí lo entonteció más aún, siempre pintados, invitaban al beso que le plantó a la noche siguiente a conocerla y que lo dejó traspuesto para el resto de su vida, pese a que ella le contó que no se dejaba besar de nadie y con él ni se lo planteó, y, sintió placer y hasta le gustó, pero que no la volviera a besar, le decía una y otra vez, porque después él se marchaba y ya no quería saber nada de ella y no quería sufrir más, que ya había sufrido bastante, y tenía que estar entera para cuidar de Antero, de ocho años, porque no quería que se lo quitaran los servicios sociales. Durante las horas de trabajo se lo cuidaba una vecina, a la que le daba la mitad de la paga y lo demás le quedaba para malvivir, pero al menos la dejaban estar en un cuarto trastero y no se quedaba a la intemperie o debajo de un puente, y podía resguardar a Antero, nombre de Papa, aunque ella no era creyente tal vez por las injusticias que le acaecían, de las noches gélidas de París cuando el invierno arreciaba.
Julio le ofreció vivir con él y así ayudarla con Antero mientras ella trabajaba, para que no le diera la mitad de la paga a la vecina, y ella se echó a llorar cuando se lo propuso; no sabía si era en serio o la estaba engañando como tantos la habían burlado antes, sentía ecos de fantasmas, no creía en el paraíso. Julio era maestro y con su paga podían vivir y arreglarse los tres le había propuesto, y también le propuso que si ella quería hasta podía dejar de ir al bar, pero que lo decidiera ella le decía Julio. Se lo iba a pensar y a contárselo a su hijo y ya le daría la respuesta le dijo una noche fría de noviembre, alongada en la barandilla del puente. Julio acudió ese día con ilusión, alegría y esperanza a que su Hechicera, así la llamaba, ya se hubiera decidido a vivir con él. Adoraba de manera inmarcesible a esa mujer de mirada limpia y sentimientos tiernos, la mujer que le había dado claridad a su vida y encandilado el alma, pero no, no apareció esa noche ni la siguiente, ni en varias noches. Julio desesperado la buscó por todo Paris, entraba en todos los bares de copas al morir la tarde y miraba, rebuscaba entre las luces oscuras, y salía entristecido; nunca le dijo el nombre del bar, y anduvo errante por la ciudad y los barrios, pero a Gladys se la tragó la tierra porque nunca más la encontró. Julio sigue visitando el puente del Alma con nostalgia, y, más de una noche la ha visto reflejada en el agua del río. En sus clases alguna vez les ha contado la historia a sus alumnos como si fuera la de un amigo, y todos lo miraban quedos, embelesados y con ojos vidriosos. La última vez que la contó le resbalaron dos lágrimas por sus mejillas como si recordara al amigo que aún piensa en la Hechicera.
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