HOY PRESENTAMOS LA OBRA "CANCIONES DE TABERNA" DE CONSTANTINO BARREDO
Hoy tenemos el inmenso placer de presentar la obra “Canciones de Taberna” de Constantino Barreda.
BIOGRAFÍA: Constantino Barreda, aspirante a escritor que acabó su única novela como un reto a su vida de tratar de incursionar en el campo antes de iniciar su carrera universitaria de contador, de nacionalidad Boliviano, nacido el 2 de junio de 1999 y con una novela puesta en el rincón desde el 2018 por no encontrar alguna opinión de su obra.
NUESTRA RESEÑA: CONSTANTINO BARRERA Y SUS, “CANCIONES DE TABERNA”: UN VIAJE AL PASADO CON PASMOSA ELEGANCIA.
Cuando cierras un libro, (aunque fundamentalmente hoy en día, cuando dejas de deslizar el dedo por la pantalla) y la primera palabra que se te viene a la mente, como resumen o como sentimiento, es ELEGANCIA, entonces es porque la lectura ha merecido, y mucho, la pena y porque, fundamentalmente, su autor ha hecho un gran trabajo. Porque lo que Constantino Barrera nos propone con “Canciones de taberna” es, con total seguridad, un ejercicio estético de primer orden. De una inteligencia sublime, original, con estilo propio y un lenguaje depurado y comedido, su autor se adentra en el blanco y negro del cine clásico, en el vaso de whisky medio vacío y con hielo que se agita entre los dedos, en el humo que se percibe como una bruma constante, en el jazz y los saxofones moviéndose al compás de un cuerpo de mujer, en el Nueva York de las construcciones mastodónticas, en la voz del genial Sinatra, en definitiva, en un mundo de sinsabores, ya vivido, que sin embargo, nos sigue enamorando, nos sigue arrebatando el corazón como un sueño melancólico, emocionante, pero doloroso, al mismo tiempo, porque no puede volver.
La obra, segmentada en doce historias que convergen, es una deliciosa aventura, una montaña rusa de altibajos, de historias que parecen pequeñas pero que se hacen grandes al ser escuchadas por un barman en la barra de un bar cualquiera. De una estructura original y a veces compleja, el autor va tejiendo con mimo los entresijos de un bosque que se va divisando desde el comienzo. Y así, primero vemos la arboleda, los primeros trazos de un cuadro, que sería un lienzo lleno de colores, rojo y negro fundamentalmente. Porque el negro, del luto, de la muerte, o del misterio y el rojo, de la víscera, de la pasión o de la herida, lo envuelven todo y lo difuminan, como una mezcla enigmática y tremendamente necesaria. Porque la novela no es de un género concreto, sino una reinvención de muchos con una sola premisa, el homenaje a una época dorada que aún seguimos añorando como quién disfruta todavía de los vinilos de “La voz” sentado en el sillón de casa y cruzando las piernas, cuan caballero.
Doce canciones de Frank Sinatra y con cada una de ellas, doce historias que llenas de sobresaltos, nos agitan por dentro y nos dan alas. Un mundo aparte, original y reflexivo, en el que merece la pena adentrarse. Un libro tan bien escrito, que es imposible encontrarse con un punto o una coma mal puesto. En definitiva, una obra excelente, rica, con estilo propio, propicia para los paladares literarios más exigentes.
FRAGMENTO DE LA OBRA
One for My Baby
Eleanor se había levantado a la medianoche por culpa de la lluvia, la
cual, con ayuda de la ventana, reproducía una melodía que producía
pavor y escozor, como si fuera andar de tarántula.
Tic tic tic tic tic tic... luego venía el trueno a cortar con brusquedad la
picazón, pero sólo por segundos... tic tic tic...
Deseaba con muchas ganas reconciliar el sueño, pero la resequedad
de su boca―aunque el miedo que provocaba la rapsodia que tocaba la
ventana también intervenía―la privaba de sueño.
Eleanor recordó, aunque deseó no haberlo hecho, que en esta clase
de situación alguien solía venir a su lado, para despejarle la mente y así
alumbrar cada rincón oscurecido por el temor con el brillo del cariño
que brinda un abrazo o una caricia. Sin embargo, también recordó (lo
que no deseaba) que había algo peculiar en dicho cariño... agrío, dulce,
pero con un fondo agrío...nervioso... ¿miedo? (¿Por qué se habían
mudado después de su muerte? ¿Por qué con tanta prisa? ¿Por qué él
andaba siempre con evasivas? Eleanor siempre notaba la rareza... no,
más profundo, más inquietante, más desgarrador... ¿por qué?). Como
siempre, el recuerdo de una madre entristece y aflige, pero luego uno
mismo se pone a la par; uno siempre se ilumina y se despeja la mente
con los recuerdos correctos y las palabras correctas. Y, para una niña,
eso conllevaba un extra: sentimiento de superación, de maduración,
sensación que acaba en valentía, la cual le era muy necesaria en estos
momentos.
Al final la sed la venció y la obligó a ir a la cocina.
El ambiente pacífico y nocturno de la cocina y el sonido de la lluvia,
que en esa parte de la casa pasaba a ser el sonido reconfortante del re-
piqueteo metálico del techo del cobertizo y el del auto, tranquilizaron y
adormecieron a Eleanor.
Pobre de ella, se olvidó de la tormenta. Dios no quiera que... Pues
ella moriría del susto dada su ciega confianza.
Pero el miedo, criatura creativa y deslumbrante, no vino en forma
de trueno, ni de ramas que se transforman en bestias infernales a mitad
de la noche, ni de malditos gatos que se la pasan rascando la ventana
(ojalá les caiga un rayo a esos desgraciados), sino que adoptó el peor de
los senderos, el más traumatizante y perturbador que una niña pueda
presenciar. Muchas personas quedarían libres, incluso si hubieran co-
metido actos atroces, si se descubriese que fueron sobrevivientes de tan
indescriptible experiencia, porque el miedo no deja articular, congela el
cuerpo, los huesos; petrifica el alma, al igual que sólo lo hace la muerte.
La niña curioseó: observó algo inusual, y en medio de la noche, para
un niño, «inusual» se relaciona con las historias de terror, vistas en la
televisión o relatadas por un vecino que las escuchó de su hermano
mayor. Oh, Dios, una noche tormentosa, la realidad iba siendo engullida
cada vez más por el turbio mundo de las pesadillas.
El segundo piso irradiaba una pequeña luz. Dio unos pasos para in-
dagar más: provenía del lado derecho, lado en el que se encontraba el
cuarto de «trabajo de su padre» (pues sí, había trabajo en la mesa, pero
recientemente―y podía entender el por qué, aun siendo una niña―el
trabajo era superado por las copas de ron, coñac, vino...).
El sueño se desvaneció, y en su lugar apareció el enérgico espíritu
infantil, y con el espíritu también se vino una mentalidad de misma na-
turaleza.
Sin pensarlo, a Eleanor se le ocurrió la idea de subir, con arduo sigi-
lo, claro está, y asustar a su padre saltando y bramando un Buuu o el
primer ruido que su reseca boca pudiera emitir.
Subió, de puntillas, los escalones. Al llegar al segundo piso, avanzó,
igual de puntillas, apegada a la pared, hacia la oficina de su padre. A
cada paso sus oídos percibían una melodía que, dada su edad, le resul-
taba extraña, pero por desgracia los niños no le temen a eso, sino que
les causa más curiosidad (ese fatídico error). Paso, unos olfateos, paso,
unos ligeros golpeteos, paso, lloriqueos frágiles, paso, «Te fallé. Te fallé.
Te fallé. Por mi culpa estas...Ya no encuentro...sentido», paso, un so-
nido muy peculiar...un sonido metálico, un crujido... El espíritu infan-
til se estaba desvaneciendo, pues su mente transformaba el crujido en
los mordisqueos de un monstruo que engulle con el afán de salpicar
por todo el salón esa mezcla que Eleanor sólo veía en los días de ve-
rano (o cuando llegaba a ser lo suficientemente torpe como para no
temerle a las alturas). Pero ella continuó avanzando, ya no siendo im-
pulsada por la comicidad de una broma, sino que era manipulada ahora
por los hilos metálicos del genuino temor, ese que logra que el remor-
dimiento de la salida espante más que el mismo fatídico y, de seguro,
mortal enfrentamiento.
Se asomó a la puerta...
David Moore, vestido con su bata roja de seda, se encontraba