E N T R E V I S T A
¿De dónde eres? ¿Qué edad tienes? ¿A qué te dedicas?
Mi historia “oficial tradicional” dice que nací en Montevideo, Uruguay, un mes de abril, algunas
semanas antes de que –siempre según la historiografía institucionalizada– el astronauta Neil
Armstrong pusiera, por primera vez, un pie en la Luna. Tales acontecimientos habrían tenido lugar
en 1969, por lo cual, en términos terrestres, acabo de cumplir 53 años.
Desde otro punto de abordaje, no obstante, me permito decir que, a múltiples efectos, me siento y
siempre me sentí un extraterrestre, de (sorprendido) paso por la Tierra. Al influjo de ese
sentimiento, nunca he creído demasiado en “historias oficiales”, por lo cual la fijación de mi lugar
de origen y mi antigüedad exacta, así como lo verídico de ese presunto alunizaje trasmitido “en
directo”, son puntos que en mi conciencia guardan lugar para una duda.
Trabajo en una institución pública vinculada a una rama de la educación (pero NO de profesor). Y
vendo libros.
¿Qué aficiones tienes?
Enumerar mis aficiones es una empresa temeraria. Como me gustan ciertos riesgos, allá voy. La
lista no es taxativa, por cierto; ni siquiera ordenada (al menos en base a alguna pauta claramente
identificable). Simplemente, menciono algunos de mis hábitos, inclinaciones, debilidades,
reincidencias.
Laberintos. Sueños. Escuchar música (principalmente rock y jazz, aunque no exclusivamente).
Escuchar al mar. Escribir en las plazas y en los ómnibus. El vino tinto. El queso. Andar en
bicicleta. Observar la vida: su extraordinario, inabarcable guion, con todas sus minucias. Caminar
por ciudades desconocidas (cuando puedo). La Filosofía Perenne. Revisitar viejas películas en
blanco y negro, como “Sabrina”, “À Bout de Souffle” o “Metropolis”. Caminar por mi propia
ciudad. Recolectar imágenes en Internet (o en la vida), y publicarlas en el espacio cibernético,
procurando refrescarle, alegrarle o emocionarle los ojos a alguien (en ciertos casos, tal vez, a gente
que jamás conoceré directamente). Tirarme en una cama y no hacer nada (ni siquiera dormir).
Inventar juegos. Hacer gifs animados. Leer (aunque no soy, definitivamente, un ratón de
biblioteca). Documentales sobre temas culturales, históricos o sociales. Acumular porquerías y
complicarme la vida. Reírme. Hacer reír (si puedo, a veces). El Tarot. El I Ching. Acariciar gatos
por la calle (cuando se dejan). Una larga lista de mujeres hermosas, sublimadas en amores
platónicos, y otra lista (bastante menos larga) de mujeres también hermosas que tuve la inmensa
fortuna de que me amaran, al menos por un tiempo. La paz mental (que rara vez alcanzo). Honrar
ciertos misterios. Estar en la naturaleza. El helado de sambayón. El cine de animación. El sudoku.
Los mundiales de fútbol. Conversar con algunas personas de algunas cosas. Pasear por los
cementerios, a veces. Contemplar cúpulas de edificios antiguos. Contemplar nubes que se
disuelven y reinventan. Imaginar proyectos imposibles. Llorar, de vez en cuando, para bucear en
mi alma. Escuchar en YouTube a gente que dice cosas interesantes, removedoras, divertidas e
inusitadas, y que padece, dos por tres, censura. Viajar en subterráneo (en el extranjero, cuando he
podido; Montevideo no tiene subte). Algunos vicios privados que no voy a confesar aquí. Bailar, a
veces. Nadar, a veces. Algunos haikus. Y otros textos muy muy breves, que son como suspiros, o
como brisas.
¿Desde cuándo escribes?
Podría decir que escribo “desde siempre” (vale decir, a partir del momento en que fui alfabetizado,
al ingresar a la escuela primaria). Creo recordar que siempre me gustó jugar con la palabra escrita.
Cuando estaba en 4to o 5to de escuela, la maestra nos puso como tarea hacer una redacción cuyo
centro fuese un animal, a nuestra elección. Como era de esperar, casi todos hablaron de los perros y
gatos que tenían por mascotas. Pero lo mío fue distinto. (Para bien y/o para mal, como ya dije,
siempre me sentí, en varios aspectos, un ser de otro planeta.) Mi redacción, muy anómala, versaba
sobre un unicornio negro, que se formaba entre las llamas de unos leños ardiendo, en una estufa en
una casa de campo, un espectáculo espontáneo que el narrador observaba desde un viejo sillón, al
caer el día, tras haber culminado la faena. El protagonista de mi relato (un yo mismo proyectado,
en aquel momento, 25 ó 30 años hacia el futuro) contemplaba a esa bestia fabulosa entre las lenguas
de fuego, surgida como una aparición entre los troncos y las brasas, con los ojos entrecerrados,
como en estado de hipnotismo. El unicornio era impetuoso, visceral, salvaje. (Obviamente no
usaba este lenguaje yo por aquellos tiempos, pero la idea era ésa. No sé cómo lo habré escrito.) Un
jinete de lanza y escudo salió a su encuentro y procuró cortarle el paso; el unicornio arremetió y ¡a
la mierda jinete! No sé cómo terminaba aquella historia, no lo recuerdo; lo que conté es lo que
persiste en mi memoria, de todo aquello, tras algunas décadas. Mi redacción causó una cierta
conmoción. Al día siguiente, la maestra me llamó aparte. Me preguntó de dónde había sacado o
copiado aquello. Le dije que no lo había copiado, que se me había ocurrido. Al principio no me
creía ni de lejos. Yo, simplemente, le repetía la verdad: me lo había imaginado. Ella decía que no
podía creer que un niño de 10 (ó 9) años hubiera escrito aquel relato, que se lo había mostrado a
otras maestras, que lo había leído la Directora, que estaban muy asombradas, y no sé qué más. Yo
me encogía de hombros, y en mis fueros íntimos pensaba: “Déjeme en paz, señora”. Finalmente se
convenció de que realmente yo era el genuino autor del texto, y decidió “premiarme”, con lo cual lo
que consiguió, en los hechos, fue infligirme una auténtica tortura: dio un discurso algo solemne a la
clase sobre “el arte de escribir” (o alguna cosa así), le dedicó un panegírico de unos minutos a mi
relato, y luego me hizo pasar al frente, a que explicara “cómo lo había hecho”. Yo era terriblemente
tímido en aquel tiempo, y el último de mis deseos era pasar al frente de aquella manga de
energúmenos, que, por otra parte, lo único que querían en aquel momento (y en todos los
momentos) era salir cuanto antes al recreo (al igual que yo, por cierto). Imagino que me puse
colorado y balbuceé incoherencias, mientras pensaba: “¿Por qué me castiga así esta desgraciada??”.
Supongo que aquel episodio podría tomarse como mi “ingreso oficial” al mundo de la escritura, o
algo por el estilo. Fue una experiencia definitivamente incómoda, pero asimismo interesante. Y
hoy es un bello recuerdo, después de todo.
¿Cuáles son tus referentes?
Mis “referentes” gravitan en áreas diversas, que trascienden lo estrictamente literario o poético. Me
parece claro que, en mi caso, al momento de escribir un verso, me constelan un número indefinido
de cosas variadas, de origen múltiple, un porcentaje de las cuales, por lo demás, se escabulle a mi
conciencia más directa. Como en el caso de las aficiones, la lista es bastante anárquica,
distorsionada e incompleta. ¿Quién puede saber, al fin y al cabo, algo más o menos cierto sobre las
mil corrientes que lo atraviesan y condicionan (en muchos casos silenciosamente)? Registro
apenas, a continuación, algunas.
Franz Kafka,
Joan Miró,
Remedios Varo,
Carlos Castaneda,
Henri Cartier-Bresson,
Carl Gustav Jung,
Audrey Hepburn,
Homero y Shakespeare (si existieron, o quienes fueren, o lo que fuere),
Caetano Veloso,
Vincent van Gogh,
quien demonios haya formulado por primera vez “El traje nuevo del emperador”,
Nikola Tesla,
Frida Kahlo,
el autor anónimo de “Desiderata”,
Bill Evans,
Pamela Colman Smith (aquella “duendecito” que plasmó esos símbolos),
Siddhartha Gautama (Buda),
Jesús de Nazaret,
La Pantera Rosa,
David Bowie,
Odiseo,
Jorge Luis Borges,
Hayao Miyazaki,
Paula Armenta,
Aldous Huxley,
Idea Vilariño,
Nelson Mandela,
gente que ustedes no conocen,
gente que no sé cómo se llama,
Alejandro Jodorowsky,
Suzanne Vega,
Eckhart Tolle,
Helena de Troya,
Swaruu de Erra,
el Alfonso Alcalde de “Epifanía Cruda”,
Pablo Picasso,
Walt Disney,
Alfredo Zitarrosa,
Walt Whitman,
algunos de aquellos viejos anarquistas de tiempos lejanos,
Emilio Carrillo,
Leonard Cohen,
Mafalda,
Robert Martínez,
esa mujer que no nombro, y no sé si hago bien en matar callado,
Chespirito.
¿Qué te gusta más escribir?
Lo que pueda escribir con libertad, sin plazos ni condicionamientos absurdos. En cuanto a “géneros
literarios”, se me da mejor terminar poemas, crónicas, artículos o textos breves de orden
ensayístico, que narrativa (cuentos o novelas).
Aquí comparto (por si a alguien interesa) un enlace a algunas prosas a las que di forma:
https://drive.google.com/drive/folders/19i2yo3nj3c7xI5Ik-hxPqHF5kAtDoLe4?usp=sharing
¿Dónde podemos encontrar tu obra?
Tengo unas cuantas cosas (aunque no todas las terminadas) publicadas en mi perfil personal de
Facebook. Si alguien desea, puede pedirme amistad, diciéndome que es para esto, para leer unos
textos, y se la daré, con gusto. Soy bastante kamikaze en la gestión de mis contactos cibernéticos.
Por otra parte, estoy preparando la edición digital de un par de libros, que ofreceré a bajo costo. Lo
difundiré cuando estén listos, por los canales que tenga a mano (uno de los cuales, seguramente,
será Facebook).
Más allá de todo esto, por si a alguien que no usa Facebook le interesa vichar algo, o tiene
problemas graves de pereza para andar buscando cosas, dejo un link a un puñado de poemas que
escribí en tiempos, tonos y circunstancias de variada índole:
https://drive.google.com/drive/folders/17FF-OniYn7iTT9dfqDqHaUIu85g19NbD?usp=sharing
¿Has ganado otros premios literarios?
No, no he ganado otros premios “formales” (más allá de alguna mención en algún certamen). Debo
decir que no me he presentado a muchos concursos, pero a algunos sí me presenté, y no gané. Si en
un momento obtuviera un premio “grande” (con una fuerte dotación en dinero, por ejemplo), sin
duda lo recibiría con gusto, pues aunque el dinero no es uno de mis desvelos, obviamente facilita
cosas y es siempre bienvenido. Pero ni los grandes premios, ni la fama, ni el “prestigio literario”
son, definitivamente, referencias determinantes para mi escritura. De hecho, hasta el momento,
ninguna de esas cosas me ha tocado directamente, al margen de lo cual mi escritura goza de salud,
buen ánimo y unos inmensos deseos de continuar existiendo.
Por otra parte, se producen otras gratificaciones en relación con el asunto. Dos o tres veces me
plantearon ponerle música a algún texto que había publicado. Y otra gente, de vez en cuando,
replica en su perfil algo que escribí y compartí en Facebook. O simplemente escribe un comentario
elogioso. Para mí, ésos también son premios, a su modo, que en verdad aprecio. (Por diversos
motivos, lo de la musicalización nunca llegó a concretarse, pero las “amenazas” en tal sentido
existieron, y las recuerdo con cariño.)
¿Qué objetivos te planteas con tu trabajo?
Dominar el mundo, por supuesto, procurando adelantarme a Pinky y Cerebro.
No, mentira.
Podría decir que escribo para seguir alimentando una hoguera que me reporta un profundo gozo,
para seguir investigando tímidamente el enigma, para seguir descubriendo cosas de mí mismo, y,
con suerte, precipitar experiencias interesantes, tal vez conmovedoras, quizá igualmente gozosas, en
otros que me lean.
Pero acaso decir eso sea decir demasiado. De algún modo, creo que escribo para seguir
escribiendo, simple y misteriosamente. Ante mi fuero más íntimo, esto de escribir no requiere
ninguna clase de justificación; se justifica de manera inmanente y espontánea, por el mero hecho de
existir. Es como ver salir el sol por la mañana: no necesito ningún tipo de explicación o
argumentación para sentir y entender que es un asunto glorioso.
Amo escribir. Algunas personas que me conocen, y saben esto, algunas veces me han dicho: “Ya
que te gusta tanto, ¿por qué no intentás vivir de eso?” Y yo respondo: ¡Dios me libre! ¡Justamente
por eso: porque lo amo! Lo último que deseo es que se transforme en un trabajo. Y que empiecen
las presiones. Los apuros, las condiciones, las rutinas mortales.
De todas formas, la vida es algo dinámico y no parece sensato, en casi ningún área, adoptar posturas
absolutas e irreversibles. Tal vez un día se me presente una fórmula que me lleve a rever esto. Por
el momento, no obstante, no parece muy probable que vaya a cambiar mi posicionamiento. Lo dirá
el tiempo. Por ahora lo veo y siento de este modo, y no quiero, decididamente, trabajar de literato,
periodista o corrector de textos. Para mí escribir es parecido a degustar un manjar, hacer el amor u
otro asunto que uno disfrute intensamente. ¿Les gusta hacer esas cosas contrarreloj, bajo presión y
con múltiples condicionamientos? A mí tampoco.
Al margen de todo esto, me propongo dar forma a una cierta obra, al cabo de los años. Soy bastante
indisciplinado en muchas cosas, pero el plan existe, de todos modos. Si hay realmente algo como
una “misión de vida” en esta vida, intuyo que la mía tiene que ver, en parte, con dedicarme a
escribir. Mi alma me empuja a ello. Y dado que no me importan mayormente los premios, ni
“hacerme un nombre” en el mundillo literario, ni el aplauso masivo, me encuentro en una situación
más o menos indestructible, en cierto aspecto. No parece que vaya a detenerme, con estricta
independencia de lo que pase “ahí fuera”. De todas formas, como expliqué anteriormente, no es
que me resulte indiferente la reacción ajena a mis escritos. De hecho, como ya dije, la valoro y la
disfruto cuando es positiva. Pero llegué a esta altura a un punto en que eso no me condiciona en el
nivel esencial. Si algo que escribí le gustó a alguien, o le emocionó, o le aportó algo, en algún
sentido, que le llevó a sentir que leer eso valió la pena, en verdad me alegro. Profundamente. Y me
siento agradecido. Al igual que si me dan un premio o reconocimiento, como en este caso.
Sinceramente es motivo de regocijo, y funciona como un aliento para mí. Pero no dependo de ello
para seguir escribiendo. Me encantan que me lean; de lo contrario, directamente no compartiría
nada de lo que escribo. Pero continuaría escribiendo hasta mi último día, si las fuerzas me lo
permitieran, aunque nadie me leyera. Estoy casi seguro de eso.
¿Tienes algún tipo de ritual o manía a la hora de enfrentarte con un escrito?
No tengo rituales ni manías muy marcadas para escribir (al menos, que yo detecte), aunque sí
preferencias, lógicamente. Si me dan a elegir, me quedo contigo, hoja de papel A4 en blanco,
bolígrafo azul y superficie de apoyo que puede ser una mesa o un libro de tapas duras, colocando en
el medio, si hubiera disponibilidad, un pequeño “colchón” constituido por otras hojas similares en
formato y tamaño. Escribo con la mano derecha y en imprenta, minúscula. Ésa es la forma má
disfrutable de escribir para un humilde servidor (lo cual no quita que algunas veces escriba
directamente en la computadora, aunque son las menos). Amo escribir “por ahí”. He escrito en las
circunstancias más diversas, algunas relativamente inverosímiles. A bordo de ómnibus atestados de
gente, viajando de pie, en medio de sacudidas y frenadas bruscas, sin tener algo de qué agarrarme
con firmeza y con un par de fulanos clavándome los codos en las costillas, más de una vez me ha
tocado. No es changa. Llegué a escribir alguna vez andando en bicicleta, con el manubrio como
soporte, sin poder parar porque llegaba tarde a una entrevista de trabajo, por un lado, pero sin
querer, por otro, dejar escapar aquellos versos o frases que, de no fijar por la escritura, seguramente
olvidaría pronto. No exagero si digo que mi vocación poética puso en riesgo más de una vez mi
integridad física, literalmente. Pero no siempre escribo así, en formato faquir o trapecista,
naturalmente. Muchas veces escribo en casa, solo, tranquilamente sentado y bebiendo té. O tirado
en el pasto, al sol de otoño, en un parque. O recostado en un banco de madera, en la rambla,
enchufado a los auriculares, escuchando jazz clásico. U oyendo el mar. No son hábitos ni manías,
según lo veo. Son costumbres.
¿Qué te inspira?
Puede inspirarme casi cualquier cosa. Un pasaje en una película. Un chispazo de memoria de un
momento de un sueño. Una nube, una frase casual entrecortada, una imagen captada con el rabillo
del ojo. La puerta de una casa. Una mirada de alguien en la calle. Un comentario en Internet. La
cagada de un pájaro. Cualquier cosa.
¿Eres un escritor metódico o te dejas llevar por arrebatos?
No soy metódico; soy más bien anárquico. Lo de “sentarme a escribir todos los días al menos una
hora, tenga o no ganas”, como proponen algunos, definitivamente no camina para mí. Tiendo a
funcionar por descargas eléctricas. Por estallidos esporádicos. Como Frankenstein. No obstante
todo lo cual, en determinadas circunstancias me obligo a cierto esfuerzo sostenido, con miras a una
meta específica, como la de responder a esta entrevista.
En lo que a mi pluma respecta, una poesía arranca, casi siempre, con una frase que me viene (en
ciertos casos sin saber de dónde), y es como el hueso y/o el alma del poema.
Puede ser una frase, o dos; en contadas ocasiones, tres. No más que eso. Esas frases son una
especie de regalo inicial que llega desde algún lado, y yo recibo agradecido. En torno a eso,
empiezo a trabajar, orbitar, probar, jugar. No hay reglas fijas ni métodos muy claros. A veces la
cosa fluye y otros regalos aparecen, con relativa prontitud, y el poema se va constituyendo de modo
“natural”, armónico e incluso rápido. Otras veces, sin embargo, no pasa nada de eso. El puñado
primero de palabras vino, y es bueno; uno captura intuitivamente su valor intrínseco, siente la onda
expansiva que emite ese pequeño conjunto enunciador, pero el asunto “queda allí”: no avanza. Van
surgiendo otras frases pero no encajan, no cierran, no conectan en relación con ese núcleo primario.
Esas frases sobrevenidas no son de ese poema, entonces. Serán de otro, o tal vez de ninguno,
¿quién puede saberlo?
Hay frases solitarias y naufragadas que quedan años invernando, suspendidas en una hoja al borde
del tiempo. En ocasiones, tras muchos soles y lunas, aparecen otros enunciados y rescatan a
algunas, y las frases se levantan resucitadas, como Lázaro, y terminan regresando a la vida en otro
cauce del destino, en un nuevo poema, por ejemplo. Otras se pierden para siempre.
Si el regalo inicial se presenta solo, y lo que sigue a su llegada no encaja ni conecta, lo mejor,
normalmente, es aceptarlo pronto. Casi nunca es una buena idea pretender forzar las cosas. La
poesía es un milagro cuando sucede, y en los hechos sucede cada tanto (si uno es un ser con suerte
en este campo). Dichoso el que le toca. En mi experiencia la poesía es una dama bellísima, que nos
honra con su visita cuando lo desea, da unos pasos de baile con nosotros y se va volando. Quien
considere que puede dominarla, manipularla o servirse egoicamente de ella, ha perdido el juicio,
sencillamente. El centro de gravedad de la velada, normalmente efímera, lo define ella, no
nosotros.
¿Cuál es el escrito del que te sientes más orgulloso?
Aquí este servidor “no sabe, no contesta”.
En cuanto a DEJA AL POEMA ACANTILARSE, ¿cómo surgió la idea? ¿En qué te
inspiraste? ¿Te costó mucho trabajo elegir el tono y la estructura adecuada? Ese final, abierto
y seco, pero contundente, es magistral, ¿tuviste dudas sobre cómo enfocarlo? ¿Pensaste en
cambiarlo? ¿Hay más versiones de la misma idea?
Cuando escribo un poema no hay reglas ni métodos precisos, como dije, pero hay visiones, vislumbres,
intuiciones. Hay algo como figuraciones de anticipación. A veces pienso que el poema ya existe, de
algún modo y en algún lado, y mi tarea es descubrirlo, desentrañarlo, dar con él. Entonces, tras un
primer contacto (que puede ser una primera frase, o simplemente una vaga imagen), doy pasos para
acercarme, como pueda, a esa entelequia misteriosa. Ahí me figuro, por ejemplo, las sensaciones que
me provocaría ese poema terminado, y las que podría provocar en otros que lo lean. Intento imaginarme
la fisonomía o personalidad de ese poema, la energía que irradia una vez acabado. Nada es demasiado
nítido en esa instancia, y es muy difícil de explicar, pero ocurren cosas enigmáticas que ayudan a
avanzar.
En el caso de este poema, lo primero que llegó fue esa primera oración (que acabó siendo también el
título). Tiene un cierto aire de sentencia, aunque también podría ser una noble invitación, o un traslado
de informaciones útiles para cierta gente, en cierta coyuntura. Sea como fuere, ese enunciado me
sedujo, y marcó a fuego el resto de los versos. A lo largo del proceso, de alguna manera, era como si
me estuvieran dictando instrucciones, o pautas, relativas a la circunstancia de abordar un poema, como
emisor pero también, en definitiva, como receptor. (Todo el que escribe y emite es, a la vez, también,
forzosamente, lector y receptor, aunque más no sea de sus propios escritos.)
En esa suerte de ejercicio anticipatorio al que me refería antes, esta poesía se me aparecía como
irradiando, desde sus líneas, una belleza serena y singular que “imponía respeto”. Era un poema con
una fuerte personalidad, podría decirse, que parecía declarar a quien tuviera enfrente: “No me asfixies
con tus ideas preconcebidas, y te mostraré un menú de opciones que tal vez no conozcas. Vengo a
bailar mi danza imprevisible, bajo una música inaudita, en la pista de hielo quebradizo del tiempo en
fuga. Puedes bailar conmigo un rato, si deseas, mientras no me pises, no me impongas tu apuro o
quieras retenerme. Si lo intentas, te patearé las pelotas, o los ovarios (si fuera el caso), tras lo cual me
iré de todos modos, por un buen tiempo en el mejor de los casos, sin lugar a dudas”. De manera que el
poema, en cierta forma, tiene algo de “fundacional”, o de arquetípico, con un cierto aire de documento
de declaración de principios. Al menos yo lo percibo de ese modo. Según lo veo, invita a quien se
enfrenta a un poema a encontrar un “lugar justo”, una actitud pertinente o atinada de cara a la poesía.
En particular, me parece, en algún punto, les está diciendo a los/as poetas que no se pasen de vivos/as.
La poesía no es tu esclava, tu prostituta ni tu secretaria a sueldo, les dice. Es más bien una princesa,
cuyo reino no es del mundo humano, en su acepción primaria, pero a la que nada de lo humano le es
ajeno. Puede ser increíblemente generosa y dulce con quien la convoca, pero también sacar la espada
del límite tajante, cuando los hechos lo requieran. (Y atestiguo que el abandono de una musa, por
tiempo prolongado, puede ser un evento devastadoramente triste.)
El poema también hace un llamado a respetar el misterio, tan devaluado en estos tiempos, creo.
¡Maldita esa manía de querer encontrarle explicación a todo! Nos han hecho creer que el misterio es, de
por sí, malo, y que debemos procurar esclarecerlo todo, y meterlo en fórmulas, tablas y seguros que nos
protejan de cualquier cosa, de toda cosa. ¡Vaya estupidez humana! La poesía es tierra de misterio, en
un buen grado. Y bienvenido sea, en lo que me atañe. (Por lo demás, bienvenido asimismo el misterio
en la propia vida.)
En cuanto al remate del poema, llegó de modo completamente natural. Apareció esa oración lacónica,
de dos palabras, y no hizo falta más nada: supe al instante que el final era ése.
El poema tuvo diversas “versiones”, con cambios varios en la “zona media”, porque soy un maniático
trastornado y “corrijo” interminablemente. En ese aspecto soy un desquiciado, casi una mala persona.
Si yo fuera uno de mis poemas, no querría tenerme cerca. Está aquello que decía Borges: “Publico para
dejar de corregir”. Algo así.
Soy consciente de que esto que acabo de explicar puede resultar contradictorio con cosas que planteé
antes (en el sentido de respetar al misterioso fenómeno poético, encontrar un “lugar justo” en el proceso,
procurar ser humilde, comprender que un buen verso es un regalo que se recibe, intentar bailar con
dignidad con una princesa alada, etc.). Aludí a todo eso previamente y ahora digo que corrijo, sin asco,
como un auténtico matón, cortando acá y allá sin pedir permiso, sacando y poniendo cosas, cosiendo sin
anestesia y manchándome de sangre. Y sí. Así de complejo y paradojal, según parece, es esto. Si no
estás en estos zapatos no podrás “comprenderlo” (por decir algo y de algún modo, pues tampoco “desde
dentro” se termina de entender bien). Simplemente apuntaría que, cuando estoy con “la cuchilla de
carnicero”, corrigiendo, tajeando y amputando, por un lado, e intentando simultáneamente encajar lo
nuevo, por otro, sorprendentemente, insólitamente, inexplicablemente, hay una extraña humildad y un
profundo respeto en todo ello. Escribir poesía es un asunto decididamente cuántico. Es lo que puedo
decir desde mi sitio. El resto, mire, el resto es una neblina sugestiva y potente. Y mi postura es dejarla,
simplemente, ser.
¿Harías una versión más extensa, convirtiéndolo en, quizás, novela poética o libro de poemas?
Ni en pedo.
¿Quieres añadir algo más (...)?
Añadiré unas últimas cosas (de colgado, nomás, ya que me brindan la oportunidad).
Yo no soy nadie para dar consejos, en este asunto resbaladizo llamado poesía. Por eso mismo,
seguidamente, dispenso algunos. (Ésa sería la única forma válida de hacer circular consejos, creo:
recordando que están siendo vertidos desde una fuente dudosa, y que, por ende, pueden ser
ignorados alegremente, si se lo estima pertinente, y “A otra cosa, rasposa”.)
Estimada señorita dada a escribir versos, estimado gandul: escucha.
Evita casi siempre en una poesía las “palabras difíciles”: normalmente no suman, restan. El poema
se dirige directamente al sistema nervioso central de los lectores, y está buscando, como un perro
callejero hambriento buscaría comida, tocar aunque más no sea un átomo de sus almas. Si colocas
dificultades en el medio (“peajes académicos”, pausas obligadas, trámites), estás rompiendo un
circuito de orden mágico. Evita la metáfora “besos de miel”, u otras afines. No pegotees el poema;
no hacen falta cosas de ese tipo para engendrar emociones. Recuerda que la poesía puede estar en
cualquier lado. Ir a buscarla en los “libros de poesía” no es siempre, necesariamente, la mejor
opción. Los manuales de filosofía, algunos “textos sagrados” y ciertos diccionarios son fuentes
interesantes al efecto. Mucha gente, por otra parte, dice poesía involuntaria y espontánea, cuando
utiliza la palabra, con fines prácticos, en la mera vida cotidiana, sin tener la mínima conciencia de
ello. Agudiza el oído y quizá te sorprendas. Si te nace del corazón escribir poesía, ten cuidado. No
te debes a ningún público, a ningún premio ni a ningún jurado. Si realmente amas la poesía,
respétala. No la pongas al servicio de ningún aplauso. Si llegan los aplausos, recíbelos con
tranquilidad y alegría, sin marearte, agradécelos genuinamente y continúa el camino. Y el camino a
veces será oscuro, y será duro. Habrá semanas, habrá meses, en que no escribas absolutamente
nada que te resulte decente. Forma parte del viaje y debe aceptarse. Por otro lado, verás las cosas a
tu modo con respecto a tus textos, y será un modo distinto a los modos ajenos. Algunos de “mis”
poemas más amados han pasado completamente inadvertidos para el público, sin pena ni gloria, y
no pasa neca. A mí me siguen gustando y me emocionan, tal como antes. Entiende que esos
asuntos (jurados, premios, evaluación de los otros) son todos accesorios. El meollo de este negocio
es interior, y es profundo. Si te consiguen sobornar, te han traído a la superficie, y quizá no
encuentres nuevamente el camino de regreso a tu profunda casa.
(Puse antes “mis” entre comillas –en <“mis” poemas>– porque no creo, de hecho, que los poemas,
en realidad, sean míos. No, al menos, en el sentido más tradicional que se atribuye a eso. Más bien,
en mi percepción del tema, tengo el honor y la alegría de que esas líneas hayan llegado al mundo a
través de mi persona. En ciertos casos lo considero extraordinario y me declaro deslumbrado,
teniendo en cuenta el subnormal, que a múltiples efectos, soy en esta vida. Algunos verán en esto,
acaso, una forma de soberbia indirecta de mi parte, ante lo cual no tengo más, por el momento, que
encoger los hombros. Cada uno entiende lo que quiere, conjugado con lo que puede.)
Por otro lado, quien crea que la poesía debe hablar primordialmente de flores, pájaros y besos, tiene
una visión muy pobre del fenómeno poético, a mi criterio. La poesía verdadera, según la entiendo,
habla de todo género de asuntos y de cualquier orden de objetos, pues no responde a patrones
definidos.
La poesía es un diamante oscuro que llevas en el pecho y que nadie entiende, comenzando por ti
mismo. Habla de piedras y casualidades y revólveres. De pisadas en el desierto y oraciones
antiguas. Habla del tejido epitelial, las mariposas que emigran y los muros que construye, con
movimientos silenciosos, el pensamiento humano. De una torta de cumpleaños que se lleva el
viento. Y de un barco gigantesco que se esfuma en la luna. Habla de esquelas, discos, tardes
compartidas. Habla de un día en que te dejan, a mitad de semana (y ves romperse las mañanas
como un sinsentido). Habla de ángeles y monedas de oro, que algún afortunado encuentra. Habla
de espejos, de relojes, de gatos perdidos. Del absoluto instante transparente y de aquel pasado. Y
de la forma en que lloviznan, como memoria, los pequeños fragmentos de un ser amado. Habla de
un fuego inexplicable, que jamás se apaga. De la alegría de un regreso que se burla del tiempo. De
un marinero que vomita, en un muelle de olvido. Habla del mar y la noche y un primer gemido. De
la luz del sol tocándote, sin previo aviso, y recordándote: Estás vivo.
¿Quién puede comprender, al fin y al cabo, de qué demonios se trata esto? La poesía es un misterio
porque la vida es un misterio.
Por último, olvida todo lo leído en los últimos minutos. O si no quieres olvidarlo, ponlo en duda,
cuando menos. Considera la posibilidad de que sea pura cháchara. Y no permitas que nadie –y
menos un declarado subnormal– te diga cómo proceder en esto.
Que la poesía está hecha, ha dicho alguien, de la misma tela de los sueños. Y los sueños son un
reino propio, inexpugnable y de diseño abierto, que no podría expropiarte, en el largo plazo, ningún
factor o actor externo.
Te deseo buen viaje.
En una de ésas, quién sabe, en un poema o en un sueño nos cruzamos de nuevo.
Suerte en tu vuelo y gracias por tu tiempo.
F I N
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