El viejo, con expresión cansada en su arrugado rostro, alargó la mano y tomó la humeante taza que le dio Ifigenia. Luego, asomado a la ventana, empezó a darle sorbos mientras contemplaba los muchachos pasar camino de la escuela.
La mujer, luego de ordenar la cocina, y tomarse un trago de café aún caliente, tomó su cartera, y sin despedirse, salió al sol del mediodía.
Rodolfo empujó la silla, colocó el pocillo encima de la mesa, y guiándose más por los recuerdos que por su deteriorada visión, dirigió la chirriante silla de ruedas a la única habitación de la vivienda. Afuera, el escándalo de los estudiantes copaba el ambiente. Se asomó al espejo. Apenas distinguía su figura borrosa, pero notó que necesitaba un afeitado. Su temblorosa mano acarició el viejo y gastado amuleto que colgaba de uno de los brazos de la silla. El tocarlo le producía sensación de bienestar. Seguridad. Confianza. No era persona crédula o supersticiosa, pero desde que lo tenía, vivía con mayor vitalidad.
Ifigenia venía al rancho a ayudarle dos veces por semana. No lo hacía por gusto, aunque tampoco por dinero (el viejo no tenía ni donde caerse muerto), más bien por caridad. Pero cada día que iba se sentía menos tolerante, menos paciente.
—¡Coño! Que viejo tan asqueroso. ¿Hasta cuándo será esto, Dios mío?
Rodolfo estaba bajo la mata de lechosa, en el fresco patio lleno de diversas plantas frutales, con una taza de café, ya frío, en una de sus temblorosas manos, cuando sintió una presencia a sus espaldas. Le pareció que algo helado le recorría la espalda. Un maullido tenue llegó hasta su oído. El anciano, desesperado, tomó con fuerza el amuleto. —¡No puedes hacerme nada, estoy protegido!
El animal maulló de nuevo, y luego se perdió entre el follaje. La angustia de Rodolfo era notoria, la taza del negro líquido cayó de su mano, más temblorosa que antes, y una lágrima de frustración rodó por su mejilla.
—¡Ifigenia! ¡Ifigenia! ¡Ifigenia! ¡Ven a buscarme!
La mujer, con expresión de fastidio, se dio el tiempo de vaciar la taza de café que tenía en las manos. Luego, ante la insistencia de su jefe, salió a buscarlo. Mientras empujaba la silla, notó que algo cayó, pero en su afán no le prestó mayor atención. Lo dejó en el pequeño salón, con la puerta abierta, para que el aire refrescara la estancia. El hombre estaba agitado, respiraba con dificultad, y miraba a todos lados, como buscando algo perdido. Sus ojos denotaban un terror que impresionó a Ifigenia, quien buscó alguna excusa para marcharse temprano a casa.
Después de que comiera, avena con un trozo de pan desmenuzado, se dispuso a contemplar a través de la ventana a los chicos pasar de la escuela. Poco a poco, y con los rayos del sol calentándole la arrugada piel, fue cayendo en una especie de sopor.
Ifigenia lo acomodaba en la silla cuando un maullido le puso los pelos de punta. Temblorosa, intentó asir el pomo de la puerta, pero al notar los brillantes ojos del animal viéndola fijamente, quedó paralizada.
Cuando despertó, intuyó que era de noche por el canto de los grillos. La puerta continuaba abierta, y la brisa que se colaba era fría. Empezó a tiritar.
Sintió una presencia junto a él en la oscura estancia, aunque no podía distinguirla. Alargó la mano para intentar tocarla, pero la sombra se desplazó a un lado.
Y entonces, un sonido que le congeló la sangre en las venas, y casi le hace detenérsele el corazón, se dejó oír.
Palpó el brazo de la silla, en busca de su tan ansiado amuleto, aquel que le entregaran hacia tanto tiempo, cuando apenas era un niño, y que, según la tradición de sus mayores, le protegería de todo mal, el mismo amuleto que le permitió llegar hasta esa edad de casi doscientos años... pero no lo halló. Sus temblores fueron aún más visibles, y una mueca de dolor, tal vez resignación, crispó sus labios.
Se desmayó.
El sol entraba a raudales por el ventanuco, y el lejano canto de un gallo daba la bienvenida al nuevo día. Rodolfo, de pie ante el espejo, luciendo muchos años más joven, se rasuraba.
Sonreía.
Salió al salón. Junto a la puerta, el cuerpo desmadejado de Ifigenia era apenas reconocible. En las paredes, en la puerta, gotas de sangre reseca adornaban macabramente la escena.
Antes de salir, lanzó de una patada al rincón la anticuada silla de ruedas. Ya no la necesitaría.
Ahora el cuerpo era suyo, después de probar otros que no resistían su esencia, por fin pudo apropiarse de ese (tanto tiempo anhelado). No lo dejaría fácilmente.
Era hora de comer. Y tenía mucha, mucha hambre.
Sus ojos brillaron, y sus labios se curvaron en una malévola sonrisa.
No me parece que este terminado pero no está mal CD Le otorgo cinco puntos.
Muy bueno, muy bien escrito. Mantiene el interés. Yo también aclararía que el que despertó fue Rodolfo. Le doy un 8
Buen relato y bien escrito, pero coincido con mis compañeros, al final le falta algo, una transición. Puntuación 6
El amuleto: muy buen relato aunque algo, no sé muy bien qué, se me escapa. Tengo que re leerlo. Igualmente lo califico con un 9.
Realmente esta bien escrito. Solo una cosa por acotar "Cuando despertó" creo que deberia agregarse Rodolfo, como una pequeña aclaracion, ya que no es el parrafo anterior en donde se queda dormido. Tambien creo que sobre el final falta algo, pero tampoco cambiaria nada. Dejo nueve puntos. Saludos cordiales.