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JOHN GRADY COLE:: CUANDO LA EDAD NO ES IMPORTANTE PARA SABER ESCRIBIR





JOHN GRADY COLE:: CUANDO LA EDAD NO ES IMPORTANTE PARA SABER ESCRIBIR OBRA A orillas de la eternidad Los oyó llegar en la oscuridad a través de la espesura, sostenían antorchas y no hablaban entre ellos. Despertó a la niña sacudiéndola, le dijo que no hablara. Bajó por el repecho agarrándola de la mano. Avanzaron sin hacer ruido por el declive de hojarascas hasta salir del bosque. Aun se podía ver la intensa luz de las antorchas como si fuesen estrellas mortíferas Afuera era casi de día. Había nieve gris como ceniza en la carretera que cruzaba y en el sendero que seguía el bosque. Mientras la atravesaban uno de ellos asomó por entre los pinos de al lado de la calzada. Se colgó a la niña al hombro y echó a correr. Con una mano le agarraba los huecos de la rodilla y con la otra sostenía la pistola. Un fusil disparó a su espalda. Empezó a oírlos de nuevo mientras esquivaba los árboles. Siguió por una senda estrecha y se desvió del camino y descendió por un lugar pedregoso, donde lo único que pisaba era pizarra. Se apoyó en un árbol y bajó a la niña. ¿Estás bien? Le dijo. Tengo mucho miedo. El chico la abrazó. Sintió su frágil respiración contra la suya. En sus ojos se reflejaba un mundo incoloro. El chaval la volvió a mirar. Ella es mi única esperanza, se dijo. Si no puedo salvarla a ella no puedo salvar a nadie. Corrieron de nuevo. Ya había suficiente luz como para no portar lumbres. Se apartaron de los senderos que retornaban a la carretera. Corrigieron la dirección afanándose al cerro que dominaba el arroyo. Subiendo a trancas y barrancas llegaron al final donde observaron que no había camino a seguir, así que se adentraron de nuevo en el bosque. Salieron por un esker flanqueado de abetos grises y deshojados. No podían seguir otro camino por qué no lo había. Los únicos terrenos que quedaban eran los acantilados arbóreos que se perdían en la neblina. El esker se metió en la foresta y les llevó a un desmonte que descendieron con cautela. Atravesaron un lodazal hasta penetrar en el pantano seco de más adelante. Había manglares caídos que se esparcían por la zona como reses muertas. El chaval escogió uno donde el árbol aún se sostenía en pie y se situaron allí. No oyó nada durante un buen rato. Ni pisadas ni silbidos ni gritos de persecución. Tenía que pensar con claridad. Extendió la manta y puso a la niña encima y la arropó diciéndole que todo iría bien. Él se había sentado y su mano se perdió entre la capa que lucía y como si fuera un objeto sagrado sacó de allí el cebador. Se pasó por el cuello la cuerda que lo sostenía y procedió a llenar las cámaras vacías del enorme revólver Walker. Entretanto la niña le dijo que tenía frío y él dejó el cebador y el iniciador y el revólver y el tambor suelto en el suelo y se quitó su esclavina y se la puso a ella por el cuello y le acarició la cara. Luego volvió a lo suyo. Le quedaban cuatro balas. Cuando las tuvo todas puestas dejó el iniciador a un lado, vertió más pólvora en cada hueco y metió algodón encima. Ensambló el tambor por el cañón y lo giró como para comprobar su eficacia y se quedó escuchando. Pegó la cabeza de la niña contra su pecho. Cabellos de oro. Ojos como perlas de mar, ante ellos un mundo devastado. Sin comida, sin hogar. Ella conserva lo que una vez estuvo en este planeta. Un mar de rosas en una costa erial. Para ellos la niña es carne fresca. Para ellos no existen los límites. Un hombre barbudo bajó derrapando por el terraplén de uno de los lados. Sostenía un rifle en una mano. El chico tapó a la niña con su cuerpo, se agachó él también y vio al hombre entre la celosía de las raíces. Reptó hasta el otro lado del manglar para ver si habían más. Asomó la cabeza. Salieron dos por el lodazal. Estarían a un centenar de metros. Alzaron la vista. El chaval se agachó y volvió a su posición con el corazón saliéndole por la boca. Colocó el cañón del arma en una de las raíces, la amartilló, estabilizó el cañón y disparó al barbudo. El pistolón dio una sacudida entre el humo que dejaba. La bala le debía de atravesar por completo porque cayó de culo sorprendido y parpadeando como un tonto. Los del fondo se dispersaron sin decir una sola palabra. No te muevas, dijo el chaval. Avanzó agachado hacia un manglar de más atrás para tener mejor ángulo. El barbudo se estaba tocando la parte baja del pecho que ahora se llenaba de sangre bajo la camisa. Buscaba con la mirada al tirador, que se encontraba a más de treinta metros de su lugar. Entre todo aquel silencio el hombre abrió la boca para gritar, pero el chico amartilló de nuevo la pistola y lo dejó seco. El disparo retumbó por toda la costa. Vio como los demás atravesaban el bosque para ganar altura, justo en el lado opuesto desde donde había bajado el barbudo. No sabía si le habían visto y tenían la intención de envolverle o solo eran suposiciones claramente acertadas. Conocía muy bien la situación, pero no supo si tendría arrojo suficiente. Miró a su alrededor. Detrás de los pocos manglares de la zona había un campo abierto donde las pitas secas dominaban el terreno. No había adonde ir, ya que la forma del pantano era la de un golfo. Vigilaba a la niña sentado. Ella estaba aterrorizada, él lo sabía. La niña con la mirada perdida hacia el llano que se expandía tras el golfo, como si hubieran pinchado con una aguja algún tipo de elemento que se derramaba y se perdía para siempre. No puedo hacerlo, dijo. Dos balas. Una para mí y otra para ella. Estaba a punto de llorar. No me digas como acaba la historia, por favor. Autor: Iván Barbeta

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