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PEDRO A ESPÍN: "EL AZUL DEL ASFALTO: AZUL Y GRIS EN LA OSCURIDAD DE LA NOCHE"

BIOGRAFÍA Pedro A. Espín nació en 1982 en Málaga, en el barrio de La Trinidad. Es Licenciado en Ciencias de la Información y Periodista. Desde muy pequeño mostró curiosidad por las letras y las historias. Las primeras, los tebeos de Mortadelo y Filemón, las tiras cómicas de Garfield. Con 11 años comenzó a leer a Sue Grafton y sus libros de detectives. Luego llegaron a sus manos las primeras novelas de Stephen King y al escritor noruego Jostein Gaarder lo que definitivamente despertaron en él la pasión inacabable por la lectura. Cuenta con más de una veintena de relatos cortos y, actualmente, trabaja en su primera novela. RELATO "EL AZUL DEL ASFALTO" DE PEDRO A. ESPÍN Y NUESTRA RESEÑA Se les había ido de las manos. Era un hecho. Pero no pensaba que más que en otras ocasiones igual de salvajes. La diferencia era que, esta vez, tenían un grave problema entre manos, o mejor dicho, tirado en el asfalto dos calles más atrás. Lucio, aún dentro del coche, rebuscó en el asiento del copiloto tratando de encontrar su teléfono. Le costaba ver con claridad. Miró por el retrovisor a su compañero que tenía cara de haber visto a un fantasma. Temblaba. Repetía una y otra vez que tenían que largarse de allí cagando hostias. Delante del parabrisas, rajado por mil sitios, solo veía un humo oscuro que ascendía por los abollados pliegues de la carrocería. Encontró el teléfono entre sus propias piernas. Recordó haberlo puesto ahí para grabar a las chicas. —Concha, ¿dónde…? Conchita…—le costaba pronunciar las palabras con la boca tan seca. Tragó saliva a la fuerza y prosiguió.— Conchita, llama a la niña, dile que venga aquí, a recogerme. Se me ha averiado el puto coche. —¿Qué te ha pasado? —fue toda la respuesta que pudo entender. —La niña, Concha, ¿dónde está? El coche…—tuvo que detenerse para no vomitar encima del volante y de sí mismo. Abrió la ventanilla y asomó todo lo que pudo la cabeza. —¿Otra vez? ¡No me lo puedo creer, otra vez borracho! Natalia no está. Se ha ido a trabajar. Dejó caer el teléfono de nuevo entre las piernas y evaluó la situación todo lo que le permitía su mermado estado. Trató de arrancar el vehículo de nuevo sin éxito. Varias mujeres, atraídas por el sonido del golpe y el frenazo de después, empezaron a rodearlos y a insultarlos. Lucio entornó los ojos para acentuar la visión y descubrió que una de ellas hablaba a gritos por el móvil. —Malditas putas, Lucio. Vámonos de aquí, joder —debía tenerlo claro porque no espero respuesta. —Lo siento, tío. Nos vemos el lunes ¿vale? —abrió la puerta de atrás, salió corriendo y se alejó. No valía la pena continuar dentro del coche. Se apeó y comenzó a andar siguiendo las huellas de los neumáticos en el asfalto. Las farolas, algunas intermitentes, alumbraban sus pasos y el oscuro pavimento con una fría luz blanca y brillante. Dos calles más allá, un grupo de personas se congregaban en el punto en el que había tenido lugar el impacto. Lucio mantuvo el rumbo a duras penas y las figuras parecían alargarse cuando los faros de otros vehículos que pasaban a toda velocidad las iluminaban y extendían sus sombras. Deambulaba entre la acera y la calzada, así recibía advertencias de los cláxones de otros coches y sus conductores que lo insultaban y lo mandaban apartarse. Rubén tiene razón, malditas putas. Uno tiene derecho a divertirse un poco de vez en cuando, joder —se tranquilizaba a sí mismo.— Toda la semana trabajando duro y ¿no tiene uno, no ya el derecho, sino la obligación, de aliviar el estrés de alguna manera? Ultimamente había estado esnifando más de la cuenta, es verdad, pero también la exigencia en la empresa se había multiplicado. Y las deudas, siempre lo mismo, las deudas, nunca se acababan. Mientras hacía estas consideraciones para aliviar su aturdida conciencia, se acercaba al lugar en el que había ocurrido la desgracia. Una de las mujeres, al verlo aproximarse, se levantó y le dio un empujón que casi lo tumba en el suelo. Pudo aguantar el envite con el poco equilibrio que le quedaba y siguió acercándose mientras la prostituta lo maldecía en una lengua desconocida para él. Algo en el suelo llamó su atención y se agachó a recogerlo. Era un bonito zapato rojo de tacón. Lo observó un momento y luego lo dejó caer. Así alcanzó, por fin, a la figura que estaba desparramada en la negra carretera. La posición antinatural del cuerpo le provocó por un segundo cierta hilaridad. Recordó los viejos soldados de plástico con los que jugaba de niño y que, al guardarlos todos en la caja, adquirían posturas inverosímiles y algunas divertidas cuando se unían dos en posiciones irreverentes. Trató de tragarse la risa y se arrodilló junto a la joven. —Oye guapa, ¿puedes oírme? —preguntó Lucio a una cabeza inerte, que miraba hacia el otro lado, con los cabellos, largos y negros, revueltos sobre el rostro. Apoyó la mano en el suelo para acercarse a ver la cara de la chica y notó algo húmedo en la palma. Pensó que sería aceite que su automóvil dejo caer tras el choque. Se acercó un dedo a la boca y lo lamió. No era aceite, sabía a metal y a sal. —La has matado, hijo de puta —escuchó detrás de sí. Revisó el cuerpo tendido. Cerca de la mano, con la palma blanca hacia arriba como esperando que cayera algo del cielo, había un pequeño bolso negro, con un broche dorado. Lucio lo agarró por la correa de eslabones de cadena a la que iba enganchado y lo atrajo hacia sí. Cuando lo tuvo en la mano lo inspeccionó y le resultó familiar. Le pareció que había regalado uno muy parecido a Concha. Lo abrió y dentro encontró una pitillera, algunos pañuelos de papel, preservativos de varios colores y un pequeño muñequito de plástico azul. Eso le llamó la atención. Cuando lo tuvo en la mano descubrió que era un llavero del pitufo Gruñón y su habitual pose enfadada. También había un teléfono móvil que sonaba. En la pantalla aparecía el nombre de la persona que llamaba. Era “mamá”. Lucio sintió náuseas. Al instante se evaporó toda la toxicidad de alcohol y las drogas que se habían adueñado de su cabeza y pudo ver y escuchar todo con claridad. A sus oídos llegaron, con la fuerza del agua que escapa de una presa, los insultos, las sirenas, puertas de vehículos que se cerraban a su alrededor, más gritos, conversaciones, mensajes de radio. Gruñón lo escrutaba, enfadado, su palma se iluminó con la luz de unos faros que lo rodeaban. Luces giratorias azules y rojas tiñeron los edificios de alrededor, viejas oficinas y fábricas, muchas de ellas abandonadas. —¡Levante las manos, ahora! — le gritaron desde detrás. La orden le golpeó la nuca pero no la obedeció. En su lugar, cerró la mano sobre el muñeco y con la otra alcanzó la mejilla pegada al suelo. Con dedos temblorosos logró girarla para poder mirarla a los ojos. Así fue como Lucio descubrió que su vida había acabado para siempre. NUESTRA RESEÑA: "EL AZUL DEL ASFALTO: AZUL Y GRIS EN LA OSCURIDAD DE LA NOCHE" En este relato, Pedro A. Espín, capta con auténtica maestría la esencia de la novela negra, una esencia que, sin embargo, distorsiona y lleva por derroteros insospechados. Ágil y eficaz, el texto nos atrapa desde el principio y mueve nuestra conciencia, haciéndonos, incluso, reflexionar sobre conceptos tales como la familia, la libertad, la justicia o la hipocresía, término este último, inherente a cualquier sociedad humana. De una gramática comedida, pero grandilocuente y una trama realista pero extravagante, su autor hace de la paradoja humana, una seña de identidad. Una paradoja que en ocasiones es juego de máscaras y en otras, un sine qua non del individuo. Y así, el autor teje con mimo esta dualidad, aquella que identifica y le da alas a esta magnífica obra, desde el principio. Pues “El azul del asfalto” es al mismo tiempo, elegante y esperpéntica, equilibrada y pasional, tremendista y real, original y cotidiana... Un mundo lleno de aristas, como es el color del alma que nos envuelve, negro, blanco y en la mayoría de las ocasiones, gris cenizo. Acérquense sin miedo pero con los ojos bien abiertos, a esta lección de vida, a esta enorme pieza literaria que no dejará indiferente a nadie, ni siquiera a los más exigentes. La posterior reflexión ya es cosa suya.



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